Parte 1
Ella nunca
creyó en los duendes, el hada de los dientes o Santa Claus. Su vida siempre se
basó en aprendizajes y hechos científicos. No cree en el azar, los horóscopos y
el tarot. Cuando tiene un día especialmente bueno, no se lo agradece al karma o
a un poder divino; simplemente confía que fue una racha de decisiones bien
tomadas.
A pesar de su
estoica posición referente al destino y la suerte, aún sigue sorprendida por un
acto de magia que hace 10 años Mateo realizó en el comedor de la escuela. No se
lo puede explicar, estaba segura que llevaba puesta una camisa con mangas
cortas, lo cual le imposibilitaba ocultar algo debajo de ellas. No tenía un
tubo cruzado del cuello con el cual pudiera mezclar el contenido del vaso. Es
más, estaba tan cerca de él, que podría jurar que nadie le ayudó a colocar el
conejo de dulce en la cima de chantillí, en especial porque no tenía amigos y
por lo tanto nadie lo hubiera apoyado para que se saliera con la suya.
De tanto
recordar aquel momento, ahora Mateo vivía en su cabeza, todos los días al
desayunar su imagen aparecía recreando el imposible acto que realizó aquella
mañana en la escuela. Después de tantos años no se atrevía a
hablarle, aun cuando seguían compartiendo salón de clases, compañeros escolares
y obviamente, el comedor de la escuela.
Mateo era un
chico solitario, tenía los ojos grises, lo cual acentuaba la ausencia en su
mirada; su complexión delgada lo hacía ver más alto de lo que en realidad medía
y aunque no hablaba mucho, sus compañeros le tenían cierta estima. El
comportamiento que provocaba en los demás era de respeto, lo que le hacía
pensar que si no tenía amigos era porque él no los deseaba, no porque no
pudiera conseguirlos.
Aquel niño
era la razón por la que estaba en medio del parque en viernes por la
noche. Como ya era rutina, se sentaba con un libro en la mano que fingía leer
mientras esperaba la llegada del mago. Cada noche, Mateo llegaba con su caminar lento, bajo su brazo llevaba un
libro que dejaba en una banca y que releía de vez en vez mientras hacía movimientos
raros con las manos. Era como si estuviera ensayando una coreografía o
practicando un debate, aunque a ella le gustaba pensar que practicaba trucos de
magia.
Esa noche no
fue la excepción. Mientras fingía leer su libro a la luz de la luna creciente,
vio de reojo a Mateo. Las luces ornamentales del parque le permitieron ver su
silueta aun borrosa adentrarse al parque. Imaginó que iba vestido de mago, con
un conejo rosado en la mano y una varita mágica en la otra. Mientras caminaba, imaginó que se aproximaba a ella, la miraba, la señalaba y por
primera vez, su corazón despertaba.
Parte 2
Él era mago.
Toda la vida lo había sido. Incluso de pequeño solía desaparecer las lentejas
que su abuela le daba para merendar. En ocasiones, sus padres se preocupaban
porque prefería jugar con un conejo que con niños de su edad. De cumpleaños
siempre pedía nuevos libros de magia y en Navidad escribía cartas inmensas explicándole
a Santa Claus porqué prefería pedirle consejos mágicos o ayuda para que uno de
sus trucos funcionara, en lugar de un nuevo videojuego o un coche a control
remoto.
No podía
recordar cual fue su primer truco, el primer movimiento con su varita de
juguete o la primera vez que se vistió de mago y pudo ondear su capa al mismo
tiempo que hacía desaparecer su crayola morada. En realidad no le interesaba
recordar, sólo estaba seguro que él había nacido para ser un mago y punto.
Una mañana en
la escuela, durante el receso del medio
día, todos quedaron sorprendidos cuando después de unos movimientos mágicos con
su varita su vaso con leche se convirtió en una deliciosa malteada de fresa. Pero
no fue sólo el color del contenido el que cambió, sino el sabor, la textura del
líquido, incluso apareció crema chantillí para adornar la bebida. El
espectáculo duró unos cuantos segundos pero fue suficiente para impresionar a
todos los espectadores.
No estaba en
su personalidad ser el centro de atención de la escuela. En realidad, entre más
desapercibido pasaba, mucho mejor se sentía. Lo que detonó esa demostración de
sus habilidades fue la presencia de Ana, una pequeña niña de cabello café y
ojos oscuros. Él ya la había visto desde que iniciaron las clases, pero ella se
sentaba al otro extremo del salón, por lo que estaba seguro que jamás cruzarían
palabra. Y no es que muriera de ganas por hablarle, en realidad no podría
hacerlo aunque quisiera, pero al menos quería asegurase que supiera de su
existencia. Por eso no le quedó más remedio que hacer un acto que llamara la
atención de todos. Por suerte, el truco dio los resultados esperados, a
excepción de un conejo de dulce que no estaba planeado y apareció justo en la
punta de la bebida.
Hoy, en su
cumpleaños número dieciocho, estaba dispuesto a enamorar a la chica de sus
sueños con el truco de magia más complicado de todos, el “Lepus Lunam”. Llevaba
meses practicando los movimientos y la pronunciación correcta del encanto, ya
que no cualquiera puede realizar un acto de magia nivel 8, eso es sólo para expertos.
Practicaba todas las noches en un solitario parque frente a la escuela, en esos
momentos el mundo desaparecía y sólo existía él y su magia.
El libro
advertía que sólo dos resultados serían posibles: el despertar de un corazón o
la muerte inmediata de la persona elegida. Sabía que era muy arriesgado
realizar el truco, en especial porque podría significar la muerte de Ana si su
corazón no despertaba. Por eso, cada vez que practicaba se convencía a si mismo
que jamás podría llevarlo a cabo, además, el libro indicaba que el truco debía
realizarse durante la noche de luna creciente, lo cual complicaba todo.
Pero esa
noche, mientras se acercaba al parque, visualizó una silueta sentada en un
árbol, imaginó que era Ana leyendo un libro. Imaginó que iba vestida con el
suéter del conejo rosado que usó aquél día en el comedor. Aquella noche, sin
pensarlo o imaginarlo, se acercó, recitó el conjuro y apuntó directo al
corazón.