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Lepsus Lunam

martes, 17 de diciembre de 2013

Parte 1

Ella nunca creyó en los duendes, el hada de los dientes o Santa Claus. Su vida siempre se basó en aprendizajes y hechos científicos. No cree en el azar, los horóscopos y el tarot. Cuando tiene un día especialmente bueno, no se lo agradece al karma o a un poder divino; simplemente confía que fue una racha de decisiones bien tomadas.

A pesar de su estoica posición referente al destino y la suerte, aún sigue sorprendida por un acto de magia que hace 10 años Mateo realizó en el comedor de la escuela. No se lo puede explicar, estaba segura que llevaba puesta una camisa con mangas cortas, lo cual le imposibilitaba ocultar algo debajo de ellas. No tenía un tubo cruzado del cuello con el cual pudiera mezclar el contenido del vaso. Es más, estaba tan cerca de él, que podría jurar que nadie le ayudó a colocar el conejo de dulce en la cima de chantillí, en especial porque no tenía amigos y por lo tanto nadie lo hubiera apoyado para que se saliera con la suya.

De tanto recordar aquel momento, ahora Mateo vivía en su cabeza, todos los días al desayunar su imagen aparecía recreando el imposible acto que realizó aquella mañana en la escuela. Después de tantos años no se atrevía a hablarle, aun cuando seguían compartiendo salón de clases, compañeros escolares y obviamente, el comedor de la escuela.

Mateo era un chico solitario, tenía los ojos grises, lo cual acentuaba la ausencia en su mirada; su complexión delgada lo hacía ver más alto de lo que en realidad medía y aunque no hablaba mucho, sus compañeros le tenían cierta estima. El comportamiento que provocaba en los demás era de respeto, lo que le hacía pensar que si no tenía amigos era porque él no los deseaba, no porque no pudiera conseguirlos.

Aquel niño era la razón por la que estaba en medio del parque en viernes por la noche. Como ya era rutina, se sentaba con un libro en la mano que fingía leer mientras esperaba la llegada del mago. Cada noche, Mateo llegaba con su caminar lento, bajo su brazo llevaba un libro que dejaba en una banca y que releía de vez en vez mientras hacía movimientos raros con las manos. Era como si estuviera ensayando una coreografía o practicando un debate, aunque a ella le gustaba pensar que practicaba trucos de magia.

Esa noche no fue la excepción. Mientras fingía leer su libro a la luz de la luna creciente, vio de reojo a Mateo. Las luces ornamentales del parque le permitieron ver su silueta aun borrosa adentrarse al parque. Imaginó que iba vestido de mago, con un conejo rosado en la mano y una varita mágica en la otra. Mientras caminaba, imaginó que se aproximaba a ella, la miraba, la señalaba y por primera vez, su corazón despertaba. 


Parte 2

Él era mago. Toda la vida lo había sido. Incluso de pequeño solía desaparecer las lentejas que su abuela le daba para merendar. En ocasiones, sus padres se preocupaban porque prefería jugar con un conejo que con niños de su edad. De cumpleaños siempre pedía nuevos libros de magia y en Navidad escribía cartas inmensas explicándole a Santa Claus porqué prefería pedirle consejos mágicos o ayuda para que uno de sus trucos funcionara, en lugar de un nuevo videojuego o un coche a control remoto.

No podía recordar cual fue su primer truco, el primer movimiento con su varita de juguete o la primera vez que se vistió de mago y pudo ondear su capa al mismo tiempo que hacía desaparecer su crayola morada. En realidad no le interesaba recordar, sólo estaba seguro que él había nacido para ser un mago y punto.

Una mañana en la escuela,  durante el receso del medio día, todos quedaron sorprendidos cuando después de unos movimientos mágicos con su varita su vaso con leche se convirtió en una deliciosa malteada de fresa. Pero no fue sólo el color del contenido el que cambió, sino el sabor, la textura del líquido, incluso apareció crema chantillí para adornar la bebida. El espectáculo duró unos cuantos segundos pero fue suficiente para impresionar a todos los espectadores.

No estaba en su personalidad ser el centro de atención de la escuela. En realidad, entre más desapercibido pasaba, mucho mejor se sentía. Lo que detonó esa demostración de sus habilidades fue la presencia de Ana, una pequeña niña de cabello café y ojos oscuros. Él ya la había visto desde que iniciaron las clases, pero ella se sentaba al otro extremo del salón, por lo que estaba seguro que jamás cruzarían palabra. Y no es que muriera de ganas por hablarle, en realidad no podría hacerlo aunque quisiera, pero al menos quería asegurase que supiera de su existencia. Por eso no le quedó más remedio que hacer un acto que llamara la atención de todos. Por suerte, el truco dio los resultados esperados, a excepción de un conejo de dulce que no estaba planeado y apareció justo en la punta de la bebida.

Hoy, en su cumpleaños número dieciocho, estaba dispuesto a enamorar a la chica de sus sueños con el truco de magia más complicado de todos, el “Lepus Lunam”. Llevaba meses practicando los movimientos y la pronunciación correcta del encanto, ya que no cualquiera puede realizar un acto de magia nivel 8, eso es sólo para expertos. Practicaba todas las noches en un solitario parque frente a la escuela, en esos momentos el mundo desaparecía y sólo existía él y su magia.

El libro advertía que sólo dos resultados serían posibles: el despertar de un corazón o la muerte inmediata de la persona elegida. Sabía que era muy arriesgado realizar el truco, en especial porque podría significar la muerte de Ana si su corazón no despertaba. Por eso, cada vez que practicaba se convencía a si mismo que jamás podría llevarlo a cabo, además, el libro indicaba que el truco debía realizarse durante la noche de luna creciente, lo cual complicaba todo.

Pero esa noche, mientras se acercaba al parque, visualizó una silueta sentada en un árbol, imaginó que era Ana leyendo un libro. Imaginó que iba vestida con el suéter del conejo rosado que usó aquél día en el comedor. Aquella noche, sin pensarlo o imaginarlo, se acercó, recitó el conjuro y apuntó directo al corazón.